¿POR QUÉ SOY BOMBERO?

 ¿POR QUÉ SOY BOMBERO?

POR DENNIS SMITH
AUTOR DE "REPORT FROM ENGINE 82"

Recuerdo el día que aprobé el examen de admisión en el cuerpo de bomberos con tanta claridad como recuerda un rey el día de su coronación a esa dignidad. el Examen fue muy difícil y las opciones resultaron muy reñidas.

Cuando me entere que había ganado una plaza, colmaron mi vanidad visiones románticas; madres bañadas en lágrimas que me besaban por haber salvado a sus hijos; periodistas que me ensalzaban en sus editoriales; alcaldes que me condecoraban.

Ahora, ocho años después se ha desvanecido toda visión romántica. He trepado por escales de incendios miles de veces; y me he arrastrado por infinidad de corredores hasta descender a abismos de negrura cargados de veneno, a sabiendas de que en cualquier momento el techo podía desplomarse sobre mí, o el piso hundirse, o estallar un explosivo oculto. He visto morir amigos y he llevado muertos en mis brazos. Justa es la razón cristiana de haber escogido el fuego como metáfora del infierno. ¿Qué podría ser mas espantoso que la lenta agonía de la piel que se tuesta y de los pulmones que se chamuscan hasta que se obstruye la garganta? Estar tan cerca de la muerte no me parece nada interesante, nada romántico.

Después de cada incendio el interior de mi nariz queda cubierto de hollín y escupo las flemas negras de mi oficio. Tengo solo 31 años, pero me siento como si tuviera 50. A veces, después de un siniestro, alguien me pregunta cómo me encuentro. Me limito a menear la cabeza. Me siento como si hubiera ascendido a una montaña, y gozo de la muda y personal satisfacción de la victoria.

Pienso entonces en el precio que los bomberos tenemos que pagar por esa victoria. ¿Vale la pena ese constante ingerir veneno, ese agotamiento, ese envejecer? En lo económico, no lo vale. Sin embargo, comprendo que no podría desempeñar ningún otro trabajo que me diera una sensación tan grande de triunfo.

Hace poco, después de un incendio, me hallaba sentado en el vestíbulo de un edificio de viviendas. Los bomberos habíamos salvado a una mujer y a su hijo pequeño, pero se había perdido una niñita de 18 meses. Uno de mis compañeros descendió por las escaleras del edificio y fue a sentarse junto a mí. Llevaba en los brazos a la niña muerta. El rostro de ese bombero estaba cubierto de tizne y de escamas de pintura quemada. Mientras esperábamos que llegara la ambulancia, repetía, una y otra vez: "Pobre criatura. No la hubieran podido salvar". Alcé la vista y vi que tenía húmedos los ojos: las córneas, rojas por el humo, y la luz reflejada por las lágrimas daban brillo a su mirada.

Quisiera que todo aquel que se propone inscribirse para la prueba de admisión en el cuerpo de bomberos pudiera haber visto la humanidad, la simpatía y la tristeza de esos ojos, que explicaban por qué combatimos los incendios. En aquel momento era yo parte de ese hombre sentado en el vestíbulo de una casa de vecindad, y ambos éramos parte de todos los bomberos del mundo.



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